viernes, 30 de noviembre de 2007

El amor de los hijos no se compra.

...lo que así se logra es que los hijos se conviertan en personas irreverentes e irresponsables...


Una de las peores secuelas de la culpabilidad que nos atormenta hoy a la mayoría de los padres es que se han revertido los términos de nuestras relaciones con los hijos.

Hasta donde recuerdo, los esfuerzos de mis papás estaban encaminados a lograr que los respetáramos, obedeciéramos sus órdenes, tuviéramos buenos modales y fuéramos estudiantes consagrados. Es decir, su función no era complacernos sino educarnos. Agradarlos era asunto nuestro, no suyo.

Mientras que hasta hace solo un par de generaciones los niños hacían lo posible por complacer a sus padres, hoy nosotros hacemos hasta lo imposible por complacer a los hijos. Parece que los sentimientos de culpa nos hacen creer que, como siempre hay algo en que nos hemos equivocado, no somos merecedores del amor de nuestros hijos y por lo tanto tenemos que ganárnoslo.

Lo más grave de este fenómeno es que desde el momento en que son los hijos quienes nos otorgan su amor y nosotros quienes tenemos que merecérnoslo, son ellos quienes tienen el poder en la familia. Es por eso que hoy los niños son los que mandan y los padres los que obedecemos, una situación sin precedentes en las generaciones anteriores.

Esta nueva posición de inferioridad paterna da lugar a ciertas actitudes inconcebibles de los padres hoy, como por ejemplo, el creciente interés por ser los mejores amigos de los hijos. Lo peor es que el esfuerzo por ganar su amistad nos lleva a actuar como aliados de nuestros hijos, por lo que estamos prestos a defenderlos ante la autoridad, ante el colegio, ante los profesores, es decir, ante todo el que se atreva a contrariarlos.

Esto significa que, no sólo no les ponemos límites sino que nos oponemos a que otros lo hagan. Y lo que así se logra es que los hijos se conviertan en personas irreverentes e irresponsables, que van por la vida exigiendo derechos que no tienen y privilegios que no se merecen, pero siempre sabiendo que sus papás los sacarán de cualquier problema.

El amor de los hijos no se compra, y menos aún a base de convertirnos en sus pares. El precio a pagar no puede ser colocarlos en el lugar que nos corresponde como padres porque los dejamos huérfanos. Lo que nos hará merecedores de su afecto y admiración será la dedicación con que estemos al mando de sus vidas hasta que tengan la madurez para hacerlo por sí mismos.

Esto significa que nuestra función no es subyugar a los hijos como en el pasado, pero tampoco rendirnos a sus pies para que nos amen, sino liderar su travesía inicial para que puedan más adelante ser capitanes idóneos de sus propias vidas.

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